12/10/07

Los fracasos del Che Guevara

Por Marcelo Gioffré
Para LA NACION

LiberPress- Diario La Nación, Bs As, 30 de Julio de 2005 - Un legislador de la ciudad de Buenos Aires ha propuesto la denominación de "Che Guevara" para la avenida Cantilo, lo que lleva a meditar sobre los eventuales méritos del personaje postulado.
Hijo de una familia aristocrática argentina, Guevara renegó de su origen y de su tierra. Recibió el título de médico y también declinó el ejercicio de la profesión. De estudiante, intentó fabricar gamexane con talco, marca Vendaval, pero le fue mal en la empresa. En 1952, abandonó en un leprosario de Venezuela a su amigo Alberto Granado, con la promesa de que volvería, cosa que nunca hizo. En Guatemala, en el 54, intentó en vano la defensa de Jacobo Arbenz frente a un golpe de Estado. Como intendente provisional de Sancti Spiritus, prohibió la bebida y el juego, regla que debió revocar al día siguiente. Fracasó en su matrimonio con Hilda Gadea. Por vanidoso, cometió el error de publicar su libro Guerra de guerrillas, que fue muy útil para el Pentágono, al poner en evidencia los secretos de la subversión armada. Fracasó al subestimar el bloqueo. No tuvo ningún éxito en su misión diplomática en la Conferencia de Punta del Este de 1961, donde debía llegar a un acuerdo con los norteamericanos. Fracasó en su plan de industrialización acelerada y con ello provocó una debacle de la zafra azucarera. Perdió con los economistas rusos la controversia sobre los estímulos (que él pretendía morales -el "hombre nuevo"- y los técnicos soviéticos, materiales). Fracasó en su valoración de China y no pudo convencer a Mao Tse-tung, en 1965, de hacer otra guerra de guerrillas en América latina. Contribuyó en Cuba a crear un monstruo y debió renunciar e irse. Fracasó como hijo (al menos en la famosa dicotomía moral que Jean-Paul Sartre plantea en El existencialismo es un humanismo), ya que cuando la madre murió de cáncer no pudo estar a su lado, y en una carta final, que llegaría tarde, escribió: "Los he querido mucho; sólo que no he sabido expresar mi cariño". Cometió el error de confiar a Fidel Castro una carta para ser leída después de su muerte y Castro la leyó prematuramente, traicionándolo. Fue a luchar al Congo y, más allá del pintoresquismo de saborear sopa de mariposas, debió abandonar la misión. Le armaron una guerrilla inverosímil en Bolivia y también fracasó. No fue hábil para captar al comunista Monje ni a los campesinos para esa lucha guerrillera. Fue padre de cinco hijos y, objetivamente, los dejó librados a su suerte para emprender un viaje disparatado hacia utopías mal calculadas. El conjunto de su vida podría verse como una impecable estética del fracaso, que concluyó, póstumamente, con toda una generación diezmada en su nombre.
¿Cuál es su mérito real, dejando de lado el hecho de ser un fetiche de la rebeldía setentista, estampado en infinitas remeras fabricadas según cánones capitalistas?
Es verdad que accedió a la difícil categoría de mito, pero a ello contribuyeron circunstancias aleatorias que nada tienen que ver con sus virtudes. El triunfo militar en Cuba se debió mucho más a la prudencia de Castro que al heroísmo irresponsable del Che. La muerte y la desaparición del cuerpo ayudaron a forjar la leyenda. La necesidad del régimen cubano de tener próceres, también. Su condición de fundamentalista de la pureza, que comparte con Hitler, también. Pero ninguno de estos aspectos son méritos genuinos. Su antiperonismo tampoco puede ser visto como la vedette de su pensamiento, sino más bien como la típica crítica del intelectual de izquierda a un partido reformista.

Es más: hace dos años, almorzando en un bar de la calle Salguero con Humberto Vázquez Viaña, un boliviano que integró los cuadros de apoyo guerrillero a quien Guevara menciona en su diario, fui objeto de una confesión estremecedora. Este hombre conjeturaba que el verdadero motivo por el cual Guevara había luchado no era ideológico ni idealista, sino terapéutico. Como se sabe, Guevara sufría de asma y nunca experimentó un ataque en medio de una batalla -quizá por la generación de adrenalina adicional-, razón por la cual el propósito oculto de sus campañas, de su irrefrenable deseo de seguir luchando y apartarse de las tareas de escritorio, no habría sido otro que evitar esos espasmos bronquiales. Un motivo francamente espurio, cuya eventual confirmación dejaría mudos a tantos manifestantes que enarbolan su foto con la boina calada.
Pero hay un segundo tema: ¿cuál es el límite a los cambios en las ciudades? En Nueva York se está dando un debate sobre la ampliación del Whitney Museum of American Art, que está emplazado en Madison Avenue y la calle 75. De acuerdo con el proyecto original del arquitecto italiano Renzo Piano, la ampliación requería la demolición de dos fachadas antiguas y arquetípicas, de piedra marrón, con sus escaleras de hierro colado por fuera, lo que en principio está prohibido por la legislación local.
Pero dicha imposibilidad podía ceder frente a una decisión expresa de la Landmarks Preservation Commission, cuya tarea consiste, justamente, en establecer cuáles son las excepciones admisibles a la norma. Planteada la cuestión a la comisión, ésta optó por un proyecto alternativo, mucho más modesto, según el cual se tirará abajo sólo una de las fachadas, lo que obligará a achicar la puerta de acceso del nuevo museo y seguir el ámbito previsto por detrás de la fachada que se mantendrá intacta, en su parte exterior, sobre Madison Avenue.
Renzo Piano mantuvo el optimismo, quizá por razones más crematísticas que arquitectónicas, y sostuvo que la pequeña entrada ayudará a crear un elemento oblicuo de sorpresa, al acceder a un gran lobby inundado de luz, como en los jardines edénicos. El New York Times, en cambio, criticó la decisión en un artículo titulado "La comisión preserva el pasado al costo del futuro", indicando que esa comisión tiene por cometido estudiar cuándo las reglas deben ser rotas y establecer, así, un correcto balance entre la preservación histórica y el florecimiento de los nuevos emprendimientos arquitectónicos y que, en cambio, ha adoptado una actitud timorata que lleva a una suerte de "fachada Potemkin", que paradójica y simbólicamente parece definir las funciones que cumple en la práctica el organismo: limitarse a la defensa de lo superficial.
La cuestión es que ni Nueva York ni Buenos Aires viven ya, como sí quizá pasaba en los años 60 y 70, con la amenaza arrasadora del modernismo. Llaman la atención, por eso mismo, ciertas voces reaccionarias que se aferran al mero nombre de una calle, como si eso fuera el alma de la ciudad y su eventual cambio pudiera herirla de muerte.
Hace unos días, en una carta de lectores, un señor se lamentaba de que el consultorio de su padre hubiera estado en una avenida que hoy tiene otro nombre. La vieja puja de tradicionalistas y modernistas es ya obsoleta. Es la suma de diferentes épocas históricas, cada una aportando sus propios valores y visiones del mundo, la que otorga riqueza y sentido a las cosas: sólo en esa dinámica creativa y dialéctica se van articulando y reinventando las ciudades, lo que torna inaceptable la intransigencia dogmática frente al cambio.
Pero entre ese ensamble tenso y rico y la idea de homenajear a soñadores trasnochados, por más romántica que sea la estela que hayan dejado, media una distancia que no puede ser salvada sin temeridad.

El autor es escritor, periodista y abogado. Su último libro es la novela Mancha venenosa.